Cada vez que empiezo un libro de J. M. Coetzee, se que va a ser diferente a leer otros autores. Los libros de este sudafricano se leen más lento, o, al menos, yo los leo más lento, como deteniéndome más de lo usual en cada oración, dedicándole segundos extras a la apreciación de la trama. Así me ocurrió y no por vez primera, con Desgracia, una novela suya publicada en 1999.
En estás páginas, Coetzee nos cuenta la historia de David Lurie, un profesor de Universidad que ya ha pasado los cincuenta años y cuenta con dos divorcios en su haber. Este hombre, un intelectual, dicta clases de literatura a un grupo de alumnos que parecen no registrar ni asimilar ninguno de sus comentarios. Lurie, mata el tiempo de los jueves en una casa de citas. Pero cuando la prostituta que siempre lo recibe renuncia, él comienza a sentir la necesidad de frecuentar a mujeres. El problema radica en que fija sus ojos en una alumna, muy joven, con la que comienza una tortuosa aventura. Pero la joven, presionada por sus padres y confundida por el mundo en el que le ha tocado nacer, lo denuncia ante las autoridades académicas y Lurie se ve forzado a renunciar a su puesto universitario. Hasta aquí contamos con los desastres amorosos de un hombre que se resigna a asimilar su edad y sus limitaciones afectivas.
Luego de su separación de la docencia, decide visitar a su hija Lucy que vive en una granja en el campo, lejos de Ciudad del Cabo. Nada mejorará, pues allí lo espera la tragedia de su vida.
Se trata de una novela con grandes complejidades, con un profundo contenido filosófico y con un permanente replanteo del lugar que cada uno de nosotros ocupa en la vida de los demás, y los demás, en la propia. Se trazan circunstancias que han de vivirse a diario en África, como el racismo, el machismo, la violencia. Lurie es un literato de ciudad, ahora viviendo –o sufriendo- la existencia de un granjero africano. La dicotomía de civilización y barbarie están subyacentes en las páginas de este libro. Lurie descubre la crudeza con la que viven los negros, las necesidades, los esfuerzos para ganarse el pan y como un contrapunto rústico, la brutalidad, la misoginia y el rencor con el que subsisten.
Coetzee siempre irá más allá, donde la imaginación apenas se anima, y nos mostrará las desdichas a las que uno puede acostumbrarse, el desamparo en el que se puede hundir la realidad, como si fueran arenas movedizas. Las relaciones humanas, o la incapacidad de ellas, son el motor y sostén de una fina cadena de penurias, donde las desgracias demuestran, a fuerza de sacudir las existencias como árboles en la tempestad, que con ellas, agachando la cabeza, se puede aprender a vivir.
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